martedì 10 novembre 2009

La caída de los mitos modernos (Segunda Parte)

Los mitos de la racionalidad moderna






II) Los mitos de la Modernidad o “absolutos terrestres”

A) Daremos una ojeada, acompañándolos con breves comentarios teorético-críticos, y sin pretensión de agotar el tema, a algunos de los mitos más significativos de la época precedente: la Modernidad. Como señalabamos más arriba, la caída de tales mitos o “absolutos terrestres” ha dejado el Occidente sin puntos de referencia fuertes o creíbles, abriendo, de este modo, la puerta a un espacio socio-cultural nuevo, “otro”, conocido como Postmodernidad. Una época queda a nuestras espaldas (Modernidad) y nos adentramos en un momento u horizonte totalmente diferente. No se trata de cambios al interior de la cultura sino de un cambio de cultura; no se trata de cambios en nuestra civilización sino de un cambio radical de civilización.

B) Postmodernidad. El cambio, como dijimos, se debe a la disolución de los mitos de la Modernidad. Entramos así en la época de la Pos-modernidad. Con este término se designa el emerger de factores nuevos, que en cuanto a extensión y eficacia se han revelado capaces de determinar cambios significativos y radicales, esencialmente perturbadores. En efecto, es la “época en la cual, a diferencia de la precedente, ya no se puede pensar la realidad como una estructura sólidamente anclada en un único fundamento que el pensamiento tiene la función de conocer y la religión tendría la misión de adorar. El mundo plural en el que vivimos, sin centros ni jerarquías, policéntrico, no se deja interpretar por un pensamiento que pretenda, a cualquier costo, unificarlo en nombre de una verdad última y universal” (G. Vattimo).
En otras palabras, están desacreditados, porque después de tantos fracasos ya no pueden justificarse, los “grandes relatos” o - según la feliz expresión del filósofo J. F. Lyotard - las meta-narraciones directivas. Dicha expresión se refiere a todas aquellas lecturas (positivismo, marxismo, socialismo, comunismo, progresismo...) que pretendían espejar, como una fotografía, la estructura objetiva, indeleble de la realidad. Tal estructura eterna que la razón aferraría en modo claro y distinto es directiva o normativa porque el pensamiento debería obligatoriamente reconocerla y debería, sobre todo, conformarse o adecuarse a ella tanto para la descripción del mundo, como para las decisiones morales. Estos mega-relatos tenían la función de ofrecer una visión integral y unitaria de la vida y de la historia humana. En síntesis, garantizaban el sentido.

En los últimos decenios de la historia del pensamiento occidental la credibilidad en esas meta-narraciones se ha perdido y se ha difundido la convicción (y la sensación) no sólo en el mundo intelectual, sino también en la gente o el pueblo en general, que ya no tiene lugar la pregunta por el sentido. En efecto, la pluralidad de teorías que se disputan la respuesta o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar, complicar y empañar la cuestión. El tema del sentido, en el carnaval de las interpretaciones actuales, fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas formas de arbitrariedad o anarquismo que asume la libertad cuando está desorientada. En otras palabras: para el hombre actual o postmoderno, el tiempo de las certezas (de todo tipo) que daban sentido a la vida, pertenecería irremediablemente al pasado; ahora, este hombre debería aprender a vivir en un horizonte de total ausencia de sentido, regido por lo provisorio y fugaz. Dicho esto, pasamos ahora a presentar y comentar sucintamente los mitos que han llevado al desencanto.

1) El mito de la razón omnisciente y omnipotente, que todo ilumina y esclarece, ha revelado, más allá de sus méritos innegables, un perfil inquietante e indócil, turbulento y dictatorial. En los dos últimos siglos se ha manifestado preferentemente, no como una luz que ilumina y calienta, sino, más bien, como una antorcha que, con frecuencia, incendia y transforma en cenizas todo lo que toca. Sus alianzas con las ideologías totalitarias, ha elaborado antropologías de estilo colectivista, diluyendo el yo y el tú en un “nosotros” indiferenciado, homologante, cancelando así la unicidad irrepetible del sujeto humano, eliminando la diferencia. En otras palabras: la razón no sólo ha traicionado el sueño de alcanzar una “tierra prometida” (socialismo, marxismo, nacionalsocialismo, comunismo, etc.) sino que por la violencia ejercida en nombre de sus antropologías reductivas y por tantas pretensiones desmedidas inadecuadas a sus logros reales, se ha revelado no como la “diosa razón”, sino más bien, como un “ídolo con los pies de barro”.

2) El mito de la Historia. No hay ninguna historia universal que tenga un final feliz y que, en cuanto global, involucre a todos los hombres indistintamente. La humanidad en su conjunto no va a ninguna parte. Es decir, ha madurado la consciencia que no hay un único curso de la historia que desemboque en una única civilización humana de la cual Europa o el norte del mundo serían la guía y el punto culminante.
Buena parte de la filosofía del “Novecento” le ha objetado a Hegel su idea de que la única condición para poder hablar de una historia universal era suponer que el hombre podía identificarse con el absoluto, con Dios. Pero el hombre es finito, contingente y no tiene tales cualidades, además de estar saturado de intereses, pasiones y preferencias que obnubilan su pretendida objetividad y universalidad. Por lo tanto es difícil hablar del significado universal de la historia y, en consecuencia, es mejor dejar de lado tal concepción que es, además y sobre todo, la pretensión de una voluntad totalizante y totalitaria. Y en caso de que fuera verdad, nuestro perspectivismo y condicionamientos nos impiden saber algo sobre ella.

2.1) Respecto de la historia, hay que considerar también, y como dato relevante, la enseñanza del pensador hebreo alemán, Walter Benjamin, el cual, con su texto Tesis de la filosofía de la historia (1940) nos ha enseñado que la Historia la escriben los vencedores dejando en la sombra o demonizando a los vencidos. Son quienes detentan el poder los escribas de los manuales de historia que todos repetimos como loros es decir, con escasa o ninguna consciencia crítica. Desde el trono de los vencedores o “elegidos” se hilan los hechos precedentes en modo tal que todos los eventos se encadenen para concluir, como consecuencia lógica e inevitable, en el status de los vencedores.

Todo lo precedente es una legitimación del poder por ellos conseguido. Lo anterior no es más que un preámbulo que bautiza en nombre del dios de turno o de las ideologías (derecha o izquierda) el poder oficial. No es casualidad, conviene aquí recordar, que cada gobierno, cuando asume el poder, se aboque inmediatamente a realizar reformas académicas y pedagógicas. Hoy sabemos, gracias a Walter Benjamin y a la presencia consistente de las culturas “otras” (nuestra sociedad, sobre todo en las grandes ciudades es un tejido multiétnico, multicultural y politeísta) que no hay una Historia global, sino muchas historias, tantas como hombres, culturas y etnias hay en el mundo. Por lo tanto, el hombre postmoderno no alimenta pretensión alguna de embarcarse en la creencia de una Historia universal, planetaria, con final hollywoodiano, porque en el fondo del corredor - los hechos sangrientos del siglo XX lo demuestran - nos espera el más frío desencanto. No hay más que pequeñas biografías, con conexiones casuales, sin ninguna destinación final en la cual confluyan necesariamente otros hombres y destinos.

2.2) Ilustramos las reflexiones precedentes subrayando tres actitudes y comportamientos fundamentales para la comprensión del tema.

A) El cristiano, al menos hasta el mil novescientos sesenta (Vaticano II), concentraba su atención en el “más allá”, descuidando irresponsablemente el “más acá”;


B) el laico, por su parte, concentraba sus esfuerzos en la ciudad futura del bienestar y de la concordia proféticamente proclamada, como destino o necesidad ineludible, por las grandes ideologías del “novecento”. Tal ciudad, sobre todo, después de la primera y de la segunda guerra mundial y, últimamente después de la caída del muro de Berlín y la fragmentación de la ex Unión Soviética, se ha revelado una quimera. El sentido común y los que se ocupan teóricamente del tema concuerdan en que ha sido una delirante utopía alimentada por una infinita fila de cadáveres de los cuales hoy día ni memoria queda (los conflictos armados del siglo XX han causado unos doscientos millones de muertos, en su mayor parte civiles).


C) Pues bien, después de tantas traiciones, desilusiones y disoluciones que, conviene subrayar, ahora alimentan la “crisis de la esperanza”, el hombre postmoderno rechaza - y con muy buenas razones - tanto el sacrificio a largo plazo (porque el futuro preparado precedentemente no es otro que este “hoy” caótico e incierto que el ciudadano del Tercer Milenio vive) cuanto el paraíso celeste que las religiones proponen como meta ultraterrena. Esta última, a decir verdad, es un territorio al cual ya nadie piensa con pía devoción. Si existe, es, para nosotros, indiferente. Si siempre ha estado presente, hoy día la ambigüedad de la fe es un hecho evidente, al punto que uno de los pensadores más importantes de Italia, Gianni Vatimo, promotor del “pensamiento débil”, ha escrito, dando expresión a un sentir general, un libro cuyo título es “Creer que se cree”.

2.3) Lo importante para el hombre postmoderno es vivir bien y satisfecho “aquí y ahora”, el resto es un discurso consolador, mera poesía para los espíritus que no son capaces de estar a la altura de la circunstancias y, por lo tanto, necesitan fiarse de las recetas de los más diversos prestidigitadores que hablan de futuros paradisíacos. Rechazando falsas ilusiones, tanto celestiales como terrenas, el hombre contemporáneo no pretende ni ser santo, ni mártir, ni héroe ni cobarde, sino simplemente “humano”. No se siente tiranizado por ningún “deber ser”, por ningún tipo de imperativo moral, categórico (E. Kant), ni mucho menos por las llamas del infierno. No se mueve más entre la dramática tensión del esquema tradición/revolución que caracterizó la vida del Occidente desde el siglo XVIII hasta la mitad del siglo pasado, aproximadamente. Vivimos, y esto es un hecho que se impone sin discusión, en la época de las “pasiones tristes”.

2.4) En tales condiciones, desencantado, el hombre postmoderno se instala - por no decir “atornilla” - con toda su potencialidad y, paradójicamente, en total incertidumbre, en la finitud. Desde tal perspectiva, su esfuerzo se concentra, sobre todo y ante todo, en vivir tan sólo el momento presente fugitivo, inasible dando cabida al “culto de las emociones fuertes”, sin tener en cuenta riesgos ni situaciones que con frecuencia lo conducen a la muerte.

Para el hombre postmoderno, desilusionado de los brujos de los últimos tiempos, todo tiene que ser conseguido “aquí y ahora”, sin mediaciones, sin tiempos expiatorios o dilaciones. Todas las ganas, de cualquier tipo que sean, tiene que ser saciadas en modo inmediato, satisfechas en el momento, porque el mañana y el pasado mañana son, a todos los efectos, como ha demostrado el curso de los eventos del siglo XX, totalmente inciertos y engañosos.

Por lo tanto, todo lo que va más allá del “aquí y ahora”, de la vida del momento, dado que no hay una Historia universal que tenga un final feliz (hollywoodense) ni una razón metafísica que pueda demostrar fundamentos últimos, tiene que ser dejado de lado porque es una utopía irealizable. Las “tierras o patrias felices” son un invento de románticos trasnochados o de ideólogos al servicio de mezquinos intereses. Dicho en otros términos: conjuras para domesticar la conciencia y acrecentar las riquezas de los poderosos de la tierra a expensas de la muerte y el hambre de millones de hombres pensados como apéndices o instrumentos, o números sin rostros.

Si el marxismo prometía un “continente de la libertad” en el cual estaba superada para siempre y para todos la necesidad (la sociedad sin clases), hoy, defraudado de tal quimera, el hombre occidental, quiere vivir en la “isla de los famosos”. Es decir que, sin remordimiento alguno, toma distancias y se aleja lo más posible de la masa, porque alimenta, aunque hable de derechos universales, de justicia sin discriminación y de igualdad (otros tantos mitos creados por la Modernidad), una especie de asco ontológico por la muchedumbre (expresión que está en lugar de “repugnancia por la negrada”). Emblemático de este modus vivendi es el film mexicano La zona.

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